Sábado, 15 de marzo.
11:00, Polideportivo de San Juan.
A falta de media hora para que comience el partido estamos tres.
A falta de media hora para que comience el partido estamos tres.
Los de San Juan hacen ejercicios de calentamiento desde mucho antes que nosotros y, así, comienzan a ganarnos el partido. Definitivamente estamos seis. Es decir, tenemos un cambio.
Me encanta. Ésto va en serio. Realmente voy a tener que pasar por ésto, vivir en primera persona 50 minutos de los que ya no espero nada.
Y actuar. Interpretar. Hay que ser inasequible al desaliento -los enanos se fijan en todo-, no rendirse, pelear hasta el final. Nos quedamos un rato en el vestuario. A lo lejos suena la bocina de la pista -como sonaron los silbatos y bengalas durante el hundimiento del Titanic- , que nos llama a la dura tarea de dar la cara. Y yo les pido que se lo crean, que jueguen para ganar.
Y, una vez más, nos lo dejamos todo para no llevarnos nada.
Pero, además de lo doloroso de la derrota, el árbitro ha querido darnos la colleja con una concatenación de errores y deposiciones mayúscula. Su primer gol con la mano, el tercero había salido de banda, dos manos no pitadas, faltas no sancionadas... Pshé. No sé ni por qué me quejo. La verdad es que un buen árbitro tampoco nos habría permitido ganar. Hoy no había.
Un espontáneo sale a controlar otro balón, perseguido por su pequeño hijo, irrumpiendo en mitad de una jugada y llevándose todo por delante. Un puto circo.
Y nos vamos, encontrándole la parte cómica a todo ésto. Hay que quedarse con algo ¿no?